“Aunque tuviera cien bocas y cien lenguas,
y mi voz fuese de hierro,
no podría enumerar todas las formas del crimen”.
Virgilio
En Tepic, Nayarit (México), cuatro adolescentes estaban destinados a cometer una atrocidad, que escandalizó a la sociedad mexicana más que muchos crímenes cometidos contra seres humanos. Los
jóvenes criminales eran Marco Antonio Bernal Ledón, Herber Prexady Flores Hernández, José Manuel Salmerón Campos y Ángel
Marín González Ruiz, todos ellos con edades que oscilaban alrededor de los quince o dieciséis años. Los cuatro estudiaban la carrera de Ingeniería Automotriz en el Consejo Nacional de
Educación Profesional Técnica (Conalep) de Tepic. Además trabajaban vendiendo lámparas. Se distinguían como buenos alumnos, obtenían calificaciones altas y las posteriores consultas psiquiátricas
revelarían que ninguno de ellos había sufrido maltrato ni violencia intrafamiliar. No utilizaban drogas y cuando todo ocurrió, ni siquiera habían consumido alcohol. Pero todo eso no marcó ninguna
diferencia en lo que iba a ocurrir.
Era el 27 de junio de 2009. Marco Antonio Bernal Ledón aseguraría tiempo después que mientras él y sus amigos caminaban por la calle, un perro trató de morderlos, así que decidieron regresar para
matar al animal, aunque insistiría en que antes trataron de comunicarse con la perrera municipal. Junto con sus tres amigos, buscaron y recogieron al perro callejero. Lo metieron en un saco y lo
llevaron a casa de Herber Prexady, golpeándolo en el camino.
Una vez en el patio del domicilio, instigaron a dos pitbulls (raza de perros de pelea) a que mordieran al animal. Mientras esto ocurría, uno de ellos jalaba al perro de las patas traseras, para
evitar que huyera y tratando de desgarrar más la carne. Luego que los pitbull lo soltaron, lo tomó de la cola, alzándolo en vilo de ella, dándole una vuelta en el aire y azotándolo contra el
suelo. Los perros volvieron a atacarlo, destrozándole a mordidas el hocico, las orejas y parte de la cara. Los adolescentes la emprendieron a patadas contra el animal: patearon su cabeza, su
cuerpo, luego uno de los pitbulls le mordió la pata delantera derecha y se la rompió, zarandeándola además con su hocico; para este momento, los aullidos del animal eran desgarradores. Los
asesinos pusieron música de fondo; seleccionaron entre varias piezas hasta encontrar una canción que consideraron adecuada. Siguieron pateando al perro. Lo obligaron a ponerse de pie, y cuando
trató de huir para refugiarse en una de las perreras de los pitbulls, lo jalaron de la cola y lo lanzaron volando contra un árbol.
Después tomaron una cadena. Le dieron de cadenazos. Hicieron que los pitbulls volvieran a morderlo. Lo patearon otra vez. Lo azotaron de nuevo contra el piso. Tomaron un palo y empezaron a
golpearlo; el perro seguía aullando de dolor. Le rompieron los dientes, le pegaron en las patas, el cuello y finalmente la cabeza. Le destrozaron el cráneo hasta matarlo. Los criminales grabaron
todo en video y además tomaron más de cuarenta fotografías en alta resolución; durante el evento, no dejaron de gritar, reírse a carcajadas, insultar al animal, darse ánimos unos a otros y dar
indicaciones para que el perro no pudiera protegerse, ni huir, ni salvarse.
Desde que llegaron a la casa hasta la muerte del perro, habían transcurrido solamente tres minutos.
Era mayo de 2010. Aunque durante varios días vi en la red social Facebook comentarios acerca de este caso, no indagué más. Al principio supuse que se trataba de grupos que buscaban apoyo para
crear un albergue destinado a los perros callejeros. Luego, alguien mencionó que en Nayarit habían torturado a un perro y lo habían filmado. Busqué información en Internet y vi algunos fragmentos
en un reportaje; solamente unos pocos segundos. Las imágenes me impactaron por su violencia.
Durante muchos años, mi interés por la historia criminal me enfrentó a videos y fotografías explícitas. Eran grabaciones reales de magnicidios, accidentes, autopsias, asesinatos, acciones de
guerra, violencia contra animales, la mayoría de ellas mostrando la suciedad de la muerte y el dolor. Las fotografías de las víctimas de asesinos en serie, muchos de ellos antropófagos, como
Jeffrey Dahmer, Issei Sagawa o Andrei Chikatilo, la escena del crimen de Sharon Tate, el cuerpo partido de la Dalia Negra, las filmaciones de Auschwitz y otros campos de exterminio nazis, todas
ellas chocantes, sangrientas, producto de acciones criminales o, en el mejor de los casos, de la crueldad bélica.
Pero lo que estaba a punto de ver era algo totalmente distinto. Lo ocurrido en Nayarit tomaba otro cariz. El reportaje que vi originalmente contenía algunas entrevistas, pero omitía las escenas
más impactantes de la grabación original. Al otro día tuve la oportunidad de encontrar el video completo. Bastaron los primeros diez segundos para horrorizarme. Quité la reproducción. Algo latía
en él, algo malsano. Una intuición profunda me indicaba que aquel video, de casi tres minutos de duración, me haría daño, que me marcaría emocionalmente. Pero decidí que lo vería completo: intuía
que necesitaba aquella clase de daño. Que aquel impacto me enseñaría algo, oscuro y profundo. Entonces lo vi. Muchas veces estuve a punto de detener la reproducción del video; pero no lo hice. Lo
vi todo. Escuché con audífonos los gritos, las risas, la música de fondo, los aullidos y lamentos. Tenía razón; el video me dañó, me dañó mucho. Hay eventos que nos tocan con una mano
helada.
Y el mundo cambia para siempre.
Uno de los jóvenes criminales subió el video y las fotografías a Facebook, porque “quería escuchar opiniones sobre él”; alguien lo encontró y lo publicó
en YouTube. Una vez que los internautas lo descubrieron, comenzó el intercambio en línea y, por supuesto, las muestras de horror, indignación y desprecio.
En el fondo de todo criminal violento siempre existe el deseo de ser descubierto y obtener, de esa forma, el reconocimiento por lo que se ha hecho. Ser objeto de repudio pero también de
fascinación. Convertirse en celebridad. Por eso los asesinos en serie tienen seguidores y las mujeres se enamoran de sus enfermizas personalidades, les escriben cartas y contraen matrimonio con
ellos. Son las orgullosas esposas de un transgresor, de un hombre marcado, de alguien que desafió a lo establecido. Hay un heroísmo malentendido en ello.
En toda la filmación de este sacrificio animal no hay un instante de piedad; uno de ellos grita, feliz, cuando otro de sus amigos martiriza al perro: "¡Qué
sádico!", celebrando la saña. “El video habla por sí solo, la forma en que lo hicimos, la forma en que festinamos”, diría tiempo después Bernal
Ledón a un medio de comunicación.
El joven señalaría que subió el material a Facebook porque quería conocer el punto de vista de otras personas. Otro de los jóvenes confesó: “Como podrán ver,
todo esto fue grabado con mi celular”, pero Marco Antonio Bernal Ledón dijo que “fuimos por este joven para que lo grabara y tontamente se involucró,
involuntariamente”.
¿Por qué documentar el horror y aún más, por qué darlo a conocer? Entre la filmación del acto y su difusión pasó casi un año. Durante ese tiempo, los cuatro adolescentes continuaron con sus
vidas. Todo ese año, el video permaneció en su poder. ¿Cuántas veces lo verían a solas cada uno de ellos? ¿Cuántas veces se reunirían a mirarlo? ¿Cuántas veces hasta conseguir ser indiferentes,
cuántas hasta el momento de no verse afectados por las imágenes de ellos, mismos cometiendo brutalidad tras brutalidad, en menos de ciento ochenta segundos? ¿Cuántas personas más habrán visto ese
video en privado, invitados o convidados por ellos?
En su entrevista, parecen esperar que alguien les pida: “Dime. Dime cómo lo hiciste. Dime qué sentiste. Dime lo grande que eres por torturar hasta la muerte a un
animal indefenso”.
Al terminar de ver la filmación, algo se había quebrado en mi interior. Todos los postulados, las frases, los discursos acerca de la necesidad de actuar con justicia, de hacer cumplir las leyes,
de tratar de comprender a los criminales, de escuchar su versión, perdían todo sentido. En tres minutos todo eso se redujo a polvo, eran frases hechas y argumentos huecos que respondían a una
posición racionalista, pero que ante la visión de aquel acto sonaban casi insultantes. Lo que sentía y pensaba al concluir la reproducción de aquella grabación era rabia y una furia homicida. Mi
único pensamiento era: “Deberían matarlos”. Me hubiera gustado matarlos yo mismo y lo hubiera hecho con gusto.
Porque hay personas que merecen morir. Y, además, merecen tener una mala muerte; una muerte lenta y dolorosa.
Nunca había comprendido, hasta ese instante, la energía que se libera cuando ocurre un linchamiento. Era un acto ajeno, que no encontraba eco en mi psique. El poder de la turba y sus motivaciones
me era extraño. En un nivel racional, entendía los mecanismos que llevaban a ello: la indignación, el deseo de revancha, la sensación de injusticia, el anhelo de castigo, la felicidad de lo
brutal. Los mismos elementos que posee el ejercicio de la crueldad. Pero al terminar de ver el video, experimenté la parte emocional. Hubiera apoyado a cualquier multitud enardecida que, portando
antorchas, llevara a esos jóvenes a una plaza pública para ejecutarlos. Me habría dado gusto. Lo hubiera disfrutado.
Pero estos cuatro jóvenes intuían que su acto no tendría consecuencias, porque estaba dirigido contra un ser indefenso. Un ser que estaba en total y completa desventaja, pues enfrentaba a seis
enemigos: cuatro seres humanos y dos perros de pelea. Un ser herido, humillado, maltratado, torturado hasta la muerte, sin posibilidad alguna de escapar, ni de ser defendido, ni de defenderse a
sí mismo. Un ser cuya muerte ni siquiera estaba penada; porque cualquiera en México puede descuidar, maltratar, torturar y asesinar a un animal sin enfrentar mayor castigo que una multa. Ante la
ley, la vida de los animales es menos valiosa que el daño a un objeto. Si alguien conduce borracho y choca un auto, roba en una tienda o pinta un grafiti en un muro, va a prisión. Si alguien le
da un puñetazo a otra persona, va a prisión. Si alguien vende una pieza arqueológica, va a prisión. Pero si alguien invita a sus amigos para torturar y matar a un animal, solo paga una pequeña
multa. Esos cuatro jóvenes estaban conscientes de que el suyo era un crimen sin consecuencias.
O eso creían.
La escena más cruel de la película La Virgen de los Sicarios, basada en la novela de Fernando Vallejo, es el instante en que el joven asesino y su mentor
encuentran a un perro malherido en un canal de desagüe. El chico, curtido en las lides del asesinato a sangre fría y el narcotráfico, es incapaz de dispararle al perro, ni siquiera para terminar
con su sufrimiento. Es su viejo amigo quien termina con el dolor del animal, y ese acto de piedad lo destroza internamente. El perro ejemplifica una inocencia perdida en la Medellín de los
ochenta.
Ángel Marín González, uno de los cuatro adolescentes asesinos, se justificó diciendo ante las cámaras: “Es que estamos chavitos”. Pero la gente tenía otra
opinión. Era obvio que la juventud no era un pretexto para el sadismo, la saña y la crueldad cometidas contra un animal indefenso. Su acto no tenía relación con la edad; para matar, cualquier
edad es buena. Hay niños asesinos y ancianos homicidas. Su crimen tuvo que ver más con un postulado; era una forma de decirle a su víctima: “Ahora me perteneces,
he tomado posesión de ti y puedo hacer contigo lo que desee”. Y actuar en consecuencia, porque lo que nos pertenece podemos destruirlo, podemos deshacerlo, podemos desaparecerlo, podemos
desintegrarlo, todas esas palabras que implican la negación de la existencia. Podemos porque es nuestro, o eso queremos creer.
Los Tribunales condenaron a los adolescentes asesinos a pagar una suma ridícula: $381.29 pesos (menos de $35.00 dólares). También a realizar un poco de trabajo comunitario regando plantas
y a ir a visitar a una psicóloga para conversar con ella. Otra vez, la estulticia de las leyes mexicanas. Otra vez, la impunidad lacerante.
Cualquier sanción que se les aplique y no conlleve por lo menos la cárcel será injusta. Pero hay algo más: ¿cómo estos muchachos podrían tener un futuro? Están marcados para siempre. Internet,
los periódicos, los noticieros de televisión, se han encargado de dar a conocer sus nombres, sus domicilios, sus rostros. Y, sobre todo, de difundir su bestial acto. No podrán volver, jamás, a
vivir tranquilos. Muchos ciudadanos solamente esperan a que el estado les quite la protección para ir a cazarlos. La policía no puede protegerlos para siempre.
¿Y cómo alguien podría volver a confiar en ellos? ¿Cómo darles una segunda oportunidad a quienes, bajo la normalidad cotidiana y sin ningún tipo de historia familiar dolorosa o lacerante, fueron
capaces de actuar de esa manera, sin mediar motivo alguno, más allá del disfrute de matar? ¿Quién los querrá en una escuela como alumnos, quién les dará trabajo, quién se casará con ellos? ¿Quién
confiará en que serán buenos padres y criarán bien a sus hijos? ¿Cómo se puede vivir en sociedad después de cometer un acto así?
Su desesperada posición recuerda el caso de Robert Thompson y Jon Venables, “Los Niños Asesinos de Liverpool”, que secuestraron, torturaron y asesinaron a James Bulger, un niño de dos años. Su
juicio, encarcelamiento, tratamiento psiquiátrico y liberación demostraron que un criminal de este calibre no puede reformarse. Tras salir de la cárcel, el gobierno inglés les dio una nueva
identidad y trató de protegerlos. Pasaron apenas unas semanas para que Jon Venables volviera a delinquir y fuera encarcelado de nuevo. La mayor presión para los niños asesinos de Inglaterra era
la sentencia popular que pesaba sobre sus cabezas: la madre de su víctima declaró públicamente que apoyaría a quien los matara. Y la gente quiere que mueran. “La
voz del pueblo es la voz de Dios”, clama Hesiodo desde el abismo de los siglos. Y ese pueblo que es y será siempre el mismo, no queda conforme con ciertas sanciones.
Tres de los cuatro adolescentes concedieron una entrevista televisiva, destinada a justificarse. Mientras hablaban con el conductor del programa, era notorio que tenían una sola preocupación: que
la opinión pública olvidara su acto. Lo que hay en sus declaraciones nunca es arrepentimiento por el animal sacrificado; lo que hay es miedo al rechazo social, temor a ser agredidos, a
convertirse ellos en las nuevas víctimas propiciatorias. A sufrir lo que hicieron sufrir a otro.
Por eso pidieron perdón e inclusive llegaron a afirmar, cínicamente, que ellos mismos estaban “indignados” por cómo habían actuado. Como si aquel crimen
lo hubieran cometido otros y no ellos. Como si fuera algo ajeno, algo que no era responsabilidad suya. Como si al decir eso, enunciaran un mantra que conseguiría distanciarlos de sí mismos y de
su pasado, y los colocaría del lado de la sociedad que ahora los señalaba. Un extraño desdoblamiento para poder ser, otra vez, victimarios, ahora de sí mismos y de sus propias acciones.
“Queremos volver a nuestra vida normal”, reclamaban. “Dennos una segunda oportunidad”. “Somos humanos y cometemos errores”. Frases huecas, que solo remarcan y subrayan el sinsentido de su acto. Porque martirizar a un ser vivo no es algo que se comete
“por error”. Torturar no es algo que se olvida y ya, matar por placer no amerita segundas oportunidades. Hay actos que no merecen el beneficio del perdón. Esos jóvenes no robaron por hambre, no
mataron por accidente, no rompieron un cristal o hicieron trampa en un examen. Ellos causaron un dolor atroz a otro ser vivo, prolongaron su agonía y finalmente le dieron una muerte vil. Y de
pronto, pidieron con cinismo que todo se olvidara y que no existieran las consecuencias.
Siendo su único objetivo la autojustificación, sus respuestas durante la entrevista carecen de interés. Sabemos que en ellas no hay motivos reales o la búsqueda de comprender por qué se actuó de
cierta manera; solamente el temor a ser segregados y la urgencia de enterrar un hecho vergonzante de su pasado: el equivalente simbólico a deshacerse prontamente de un cadáver.
De acuerdo al criminalista y criminólogo Robert K. Ressler, fundador de la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI, creador del concepto de “asesino en serie” y quien elaboró los perfiles
de los peores criminales del siglo XX, “los asesinos seriales comienzan matando y torturando animales cuando son niños o jóvenes. Estos estudios han convencido a
los sociólogos, los legisladores y las cortes, que los actos de crueldad contra los animales deben merecer nuestra atención. Estos son los primeros síntomas de una patología violenta, que incluye
víctimas humanas. El abuso animal es no sólo el resultado de un defecto menor de la personalidad del abusador, sino un síntoma de un profundo disturbio mental. Las investigaciones de la
psiquiatría y la criminalística muestran que los que cometieron actos de crueldad contra los animales no pararán ahí, muchos de ellos agredirán después a otros seres humanos. El FBI ha encontrado
que la historia de la crueldad contra animales es uno de los rasgos que regularmente aparece en sus computadoras, cuando revisan los antecedentes de violadores o asesinos seriales. Además
el Manual de Psiquiatría y Desórdenes Emocionales lista la crueldad contra los animales como un criterio de diagnóstico para los desórdenes de
conducta.
Robert K. Ressler
"Un examen a pacientes psiquiátricos que han torturado gatos y perros, encontró que todos ellos tenían altos niveles de agresión contra la gente. Para los
investigadores, la fascinación con la crueldad hacia los animales, es un foco rojo en las vidas de los violadores y asesinos seriales. Fueron niños que nunca aprendieron que está mal arrancarle
los ojos a un perro”.
Los carteles
La sociedad mexicana de 2010, habituada a las balaceras entre narcotraficantes y militares, a las ejecuciones diarias, a las decapitaciones, a los homicidios sin resolver, se volvió cínica y
endurecida. La violencia diaria insensibilizó a la gente. Leer encabezados acerca de cadáveres desmembrados hallados en carreteras dejó de causar impacto. Inclusive los secuestros y posteriores
asesinatos, la negligencia en casos criminales, las violaciones cometidas por militares o sacerdotes pederastas, no lograron una respuesta homogénea y unánime de la sociedad. Porque el elemento
político o religioso siempre permeaba, un tufillo a partidismo que enrarecía toda discusión y toda acción sobre estos temas.
Y de pronto, la muerte brutal de un perro callejero movió a miles de personas, las unió pese a sus diferencias políticas, religiosas, sociales, económicas, geográficas. De pronto, hasta viejos
enemigos apoyaron la misma causa. De pronto, todos se movilizaron bajo una bandera que nada tenía que ver con la suciedad de la política, ni siquiera con una injusticia cometida hacia otro ser
humano. De pronto, todos se manifestaban en distintas formas contra el asesinato de un ser que jamás pudo formar parte de camarillas, grupos de poder, corrientes ideológicas o clases sociales.
Alguien que tuvo el poder para unir a la gente, precisamente porque él no era una persona.
El de Nayarit no era, ni con mucho, el primer caso de brutalidad contra animales ocurrido en México. Unos jóvenes de la Ciudad de México entraron en 2007 a un refugio de animales llevando unas
tijeras de podar y les cortaron las patas a todos los perros que encontraron allí. En Puebla y Sinaloa otros jóvenes torturaron y mataron perros, y en Ciudad Madero, Tamaulipas, un adolescente
llamado Luis Jeovany Quezada Rangel amarró a un perro callejero a un poste, lo roció con gasolina y le prendió fuego, quemándolo vivo; un amigo suyo grabó
todo en video y también lo subió a Internet. Tras sufrir la condena pública, dio de baja su correo electrónico, abandonó la escuela, se refugió un tiempo en casa de un amigo suyo llamado Oscar y
después desapareció; se rumora que su familia lo envió a otro estado.
Luis Jeovany Quezada Rangel
Pero lo ocurrido en Nayarit caló hondo en el imaginario popular; algo encajó en la psique colectiva, algo en este caso revolvió los estómagos y las conciencias para unir a muchas personas. Se
formó así un movimiento en defensa de los derechos de los animales, que aglutinó no solamente a la sociedad de Tepic, sino a los habitantes del estado de Nayarit primero; luego a gente de todo
México; y finalmente, a personas de varios países del mundo, entre ellos, Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, España, Canadá, Francia, Holanda, Bélgica, Brasil, Chile y Argentina.
El perro sacrificado fue bautizado como “Callejerito”, un nombre cursi y ramplón, que de pronto convertía la indignación por aquel acto en una escena de telenovela. El diminutivo lo volvía
personaje de un poema decimonónico: tratando de mostrar ternura, transmitía puerilidad y chabacanería. Alguien le compuso una canción. Nombrarlo lo convertía en otra cosa: una gran parte de su
fuerza radicaba, precisamente, en su anonimato de perro callejero, que simbolizaba a todos los animales maltratados. A las víctimas, inclusive humanas, de la violencia gratuita.
Quizás el mayor golpe mediático fue la aparición del caso en un foro de la página oficial de Paul McCartney, quien personalmente aprobó la difusión de ese lamentable hecho en su website.
El ex Beatle era vegetariano y defensor de los animales desde muchos años atrás, y había vetado a China de sus giras a causa del maltrato hacia los animales practicado en aquel país asiático. Su
conversión inició un día de pesca, al descubrir que el pez que había atrapado, boqueaba desesperado buscando aire, y sufría tras ser herido por el anzuelo.
Los nayaritas consiguieron reunir, en un solo día, un documento con cinco mil firmas pidiendo una Ley Federal para proteger los derechos de los animales, y mayores sanciones para los
maltratadores. El secretario General de Gobierno de Nayarit, Roberto Mejía Pérez, anunció que se endurecería la Ley de Protección a la Fauna para evitar el maltrato y asesinato de animales. Se
organizó además un movimiento internacional que convocó a realizar marchas en todas las ciudades del mundo el domingo 22 de mayo de 2010.
Pero nada de eso podría borrar el sufrimiento, el dolor, el terror y la muerte que ocurrieron en esos tres minutos, a causa de esos cuatro adolescentes.
El director de la escuela donde cursaban sus estudios los expulsó y su acción fue aplaudida, por ser congruente con la manera en que una institución educativa debería proceder en casos así, sin
intentar encubrirlos o deslindarse del asunto. La gente fue hasta sus domicilios para apedrear sus casas. Los medios de comunicación llegaron a entrevistarlos y el hecho se convirtió en una
noticia a nivel nacional e inclusive internacional. La condena fue unánime. La policía tuvo que asignarles protección, pues sabían que la gente los lincharía en cuanto los encontrase. La madre de
Ángel Marín declaró a una reportera de la televisora TV Azteca: “No doy entrevistas porque no obtengo ningún beneficio”. Luego añadió que no entendía por
qué tanto escándalo, si se trataba solamente de un perro. Que diariamente muchos perros morían atropellados y nadie decía nada. Su justificación era patética, pero comprensible; no debe ser fácil
ser la madre de un monstruo. ¿Qué pensará realmente la familia de estos jóvenes?
Hacia el exterior, muestran enojo e indignación, se comportan como se espera que lo hagan: regañando a sus hijos, reconviniéndolos, amonestándolos, siendo estrictos pero justos. Apoyándolos
frente a la indignación social, como se supone que los padres deben hacerlo.
Los cuatro se convirtieron en los más buscados. Se formaron foros en Facebook condenando a los jóvenes asesinos. Mucha gente comenzó a ofrecer recompensa a cambio de diferentes cosas: que alguien
les cortara los dedos, que los secuestraran y arrojaran a los pitbulls, que los torturaran, que los mataran. Se proporcionaron direcciones de correo electrónico para contactar a los que ofrecían
diferentes cantidades económicas, que iban entre $2,000.00 y $10,000.00 pesos, a cambio de los asesinos, vivos o muertos. La ciudad de Tepic amaneció cubierta por carteles con las fotografías,
los nombres y la dirección de los cuatro jóvenes criminales, ofreciendo recompensa por ellos e instigando a la gente a matarlos.
Y pienso en estos adolescentes, que jamás imaginaron que el martirio de un anónimo perro callejero tendría tan fuertes repercusiones. Que torturaron y mataron, y después siguieron como si nada
con su cotidianeidad, yendo a la escuela, saliendo con sus amigos, riéndose y divirtiéndose, durmiendo y comiendo con tranquilidad, con un secreto guardado, siempre un secreto gozoso y violento,
preciado y malévolo. Un secreto que decidieron revelar para quizás, inconscientemente, comenzar a pagar esa cuota terrible que ha destrozado tantas vidas.