El tren embrujado.
Dice la leyenda que si te sitúas en cualquier estación de la línea 5 del suburbano madrileño y dejas pasar los trenes, el décimo en pasar es el denominado tren embrujado. Al acercarse a la
estación, en lugar de escuchar el estruendo propio del tren se oyen lamentos. Las luces se apagan en la estación y surge espectralmente un tren siniestro cuyos viajeros son almas en pena que
vagan en la eternidad. No hay conductor, sólo una bruja con una gran verruga en la nariz que te saluda desde su cabina. Si entras dentro de ese fantasmal tren, es posible que nunca más
vuelvas a ver la luz.
Es una solemne tontería, nadie lo cree, por supuesto, pero me jugaría una cena a que ninguno de ustedes sería capaz de esperar en un anden a ese décimo tren.
Puede que los más incrédulos lo intentaran, pero al sexto tren seguramente se sentirían estúpidos y desistirían en probar algo que su racional mente tacha de imposible.
Por otro lado los más creyentes y a su vez asustadizos, puede que aguantaran hasta el noveno tren, pero al marchar éste, saldrían corriendo del pánico, sólo por pensar que les aguarda el
mágico tren y que la leyenda puede ser realidad.
La persona que me contó esto hace tiempo que esperó al décimo tren y en efecto, la leyenda se hizo realidad. Todas las noches se aparece en mis sueños y me cuenta cómo se vive en el otro
lado, en completa oscuridad.
El agujero interdimensional.
Seguramente habrán oído en varias estaciones de la red de metro el siguiente mensaje: “¡Atención! estación en curva. Al salir, tengan cuidado de no introducir el pie entre coche y anden”.
Este mensaje parece una inocente advertencia pero hay mucho más.
Cuando construyeron los túneles tan profundos del metro descubrieron en algunas zonas la presencia de agujeros interdimensionales, es decir, pequeñas brechas en el espacio-tiempo que actúan
como un pozo sin fondo hacia no se sabe bien donde. Esta aterradora verdad fue ocultada ya que si no, no se podría hacer el metro, porque estos agujeros son muy numerosos. Así que tengan
cuidado, por que un simple descuido puede acarrear un grave accidente.
Se ha ocultado, pero muchas personas han desaparecido así, por tropezar y caer entre coche y anden, pero lo peor de esto no es la caída, sino la cotidianeidad de la caída. La gente en un
primer momento sufre pánico, pero al ver que no hay fondo, la caída se hace interminable y se acostumbran a vivir en caída, a hacer sus quehaceres en caída, a encontrarse y entablar amistades
con otros “caídos”. Condenados a caer, ya nunca podrían ser rescatados, ya que cualquier aterrizaje sería mortal para ellos.
Mucho cuidado cuando viajen en metro.
Carolina y Verónica se habían enamorado perdidamente de aquél chico tan atractivo que llegara tan solo una semana antes al convento. Las dos muchachas, novicias,
habían convenido en su día convertirse en religiosas, motivo de una promesa tal vez no demasiado meditada, y que las había arrastrado de forma irremediable hacia una vida, en realidad, de ninguna
de las maneras deseada. Pero, lejos de profundizar en su religión, habían terminado por sucumbir ante el agradable semblante del muchacho de una de las congregaciones llegadas para participar en
la convivencia religiosa, organizada por el convento.
La amistad entre ellas surgió cuando ambas eran aún muy pequeñas. Carolina, que tenía 17 años, era tres años mayor que Verónica, que sólo contaba con 14. Los padres de las muchachas, tras su
matrimonio, fueron a residir justo en la misma calle, una casa enfrente de la otra. Durante su infancia, habían sido inseparables, y su amistad realmente parecía algo especial. Rara era la vez
que terminaba el día sin que hubieran consumado alguna de sus travesuras. Aunque Carolina era la mayor, y se suponía debía tener la voz cantante, no era sino Verónica quien casi siempre convencía
a su amiga para hacer realidad todas las barrabasadas que se les ocurrían. A tanto llegaron, que, sin pensárselo dos veces, a Verónica se le cruzó por la cabeza, en una de aquellas alocadas
mañanas infantiles, una de sus innumerables ideas perversas: Si Carolina llegaba a cumplir 17 años sin haberse enamorado de ningún chico, era porque sin duda tenía alma de monja y tenía que
ingresar en un convento. Por supuesto, las mismas condiciones valían para Verónica, pero para entonces ésta aún tendría tres años más para derribar la apuesta. Así que la decisión final fue que,
si al cumplir 17 años Verónica, ninguna de las dos había logrado enamorarse, ambas entrarían en el convento el mismo día, cosa que finalmente, sucedió. Sin notificar nada a sus padres, la misma
noche en que Verónica alcanzó la edad, ambas llamaron a la puerta del convento, cerrándose tras de sí el mundo exterior.
Al principio fue divertido. Cada una pugnaba por demostrar a la otra que podía ser mejor monja, y las religiosas más veteranas no notaban nada extraño en ellas, salvo un par de chiquillas que
deseaban reconocer en sus corazones el amor a Dios. Pero poco a poco fueron cambiando, según pasaba el tiempo, hasta volverse algo rebeldes y díscolas. La gota que colmó el vaso fue la llegada de
aquel muchachito de ojos azules, llegado en una de las congregaciones, donde había sido desde muy pequeño criado por los monjes al ser abandonado por su madre, cosa harto habitual en aquellos
tiempos.
Desde su llegada al convento, Carolina perdió totalmente la razón por aquél muchacho, cuyo nombre era Álvaro. Por su parte, ocurría que Verónica también se había enamorado de él, lo que podría
redundar en un desagradable enfrentamiento entre ambas amigas.
Carolina asediaba continuamente a Álvaro, por todos los rincones, por los pasillos. Y a pesar de que el muchacho intentaba zafarse de todos sus arrebatos, en el fondo algo debía sentir también
por ella, porque ambos terminaban besándose siempre y prometiéndose estar juntos a la menor ocasión. Carolina le había hecho saber a su amiga el amor que sentía por Álvaro, decidiendo Verónica
desde aquel momento mantener en secreto sus sentimientos hacia el joven. Sin embargo, ésta última, bastante más avispada que su amiga, supo encandilar con mayor rapidez a su amado, y quiso la
fatalidad que, encontrándose en la habitación de Álvaro ambos jóvenes haciendo el amor, fuesen sorprendidos por Carolina, quien después de buscar a Verónica por todas partes sin hallarla, se le
había ocurrido preguntar al muchacho por ella acudiendo directamente a sus aposentos.
La reacción de Carolina no se hizo esperar, dando gritos y haciendo aspavientos, sin dejar de amenazar a su, hasta aquel momento, amiga del alma. En vano Verónica pudo explicarle a su amiga,
quien había finalmente abandonado la habitación corriendo sin mirar hacia atrás, su intención de renunciar a la vida religiosa y casarse con Álvaro en cuanto fuese posible, a pesar de su corta
edad. Al comprobar que resultaba imposible hacer entrar en razón a Carolina, decidió regresar a su habitación y hablar con ella a la mañana siguiente. Aunque esa mañana.... jamás llegaría para
Verónica...
Así pues, mientras Verónica dormía plácidamente esa misma noche, aquella en la que fuera sorprendida por su amiga, tramaba ésta su perdición, al precio que fuese. Cogiendo unas tijeras de
costura, que curiosamente estaban atadas a un lazo rojo, para que pudiesen permanecer colgadas del cuello sin posibilidad de pérdida, Carolina estaba más que dispuesta a terminar con la vida de
Verónica, cosa que sin lugar a dudas, haría sin remedio. Después de entrar en su habitación y comprobar que ésta se encontraba dormida, levantando las tijeras, totalmente fuera de si, las clavó
en el corazón de la muchacha mientras gritaba con furia: “Verónica”, “Verónica”, “Verónicaaaaa”.
Aún pasarían unos minutos antes de que Carolina reparara en lo que había sido capaz de hacer. Al levantar la mirada y comprobar que había matado a su amiga, dio un leve respingo, asustada,
sollozando amargamente a partir de aquel instante. Una vez medianamente respuesta, resolvió que lo único que podía hacer era enterrarla en los alrededores del convento, y de forma tan atropellada
lo hizo que incluso bajo tierra acabó dejándola con las tijeras clavadas en su pecho.
Un año transcurrió después de aquel suceso, y Carolina seguía en el convento, como si nada hubiera pasado. Ahora, con 18 años, había dejado su tono rebelde, para convertirse en una futura sierva
de Dios. Al menos, lo intentaba, quizá queriendo olvidar algo imposible, el asesinato de su amiga por sus propias manos.
En el convento todos creían que Verónica finalmente se había marchado junto a Álvaro al terminar la convivencia religiosa, y para nada podían sospechar su trágico final. La muchacha, un día antes
de su muerte, se había preocupado de notificar a la madre superiora del convento su intención de abandonar la orden y casarse con Álvaro, algo que, por descontado, no acababa de aprobar la
suprema devota, con lo cual, a nadie habría sorprendido la probable fuga de la muchacha.
Y entonces, llegada la noche del aniversario del asesinato de Verónica, sonidos y voces extrañas empezaron a oírse por todos los recovecos del convento, espeluznantes y lastimeros a la vez.
Difícil saber como tomarían el asunto las religiosas de la orden, si estaban acostumbradas a sucesos semejantes, dadas las leyendas en torno a los conventos y monasterios más antiguos, o bien
caerían todas al suelo dispuestas a rezar sin fin, hasta la desaparición de algo tan tenebroso como aquello. Lo verdaderamente cierto fue la reacción de Carolina, quien, acurrucada en su cama, y
sabiendo el día en que se encontraba, muerta de terror se hallaba. Incapaz de abrir los ojos, pegadas sus pestañas, podía escuchar como unos leves pasos en el corredor se abrían paso hacia su
habitación, hasta que, tras un estremecimiento de miedo que le recorría por toda la espina dorsal y que le hizo abrir los ojos totalmente desorbitados, vio aparecer el corrompido cuerpo de su
amiga Verónica, la cual, sujetando entre sus manos las tijeras con su lazo rojo, y antes de que Carolina pudiese ni siquiera reaccionar, consumó aquella su venganza, clavando las tijeras en el
corazón de su amiga y causándole la muerte de forma irremediable.
Aún los gritos de Carolina, antes de morir, se fundieron con aquellos estertores venidos del “Mas allá”, y no fue hasta el día siguiente cuando las hermanas de la orden encontraron a la joven
yaciendo en la cama, con las tijeras del lazo rojo incrustadas en su corazón, y en sus manos una Biblia con las tapas de color rojo, en cuyo interior de ellas Carolina dejó relatado el asesinato
de su amiga por ella cometido, a causa de sus descontrolados celos.
Aún hoy se dice que el espíritu de Verónica sigue vagando continuamente, sin sentirse del todo saciada de su venganza, en constante acecho en busca de víctimas... “Todos aquellos que se atrevan a
invocarla, nombrándola tres veces durante tres veces, con unas tijeras sujetas por un lazo rojo, una Biblia abierta por el centro y en plena noche, allí donde se reflejen sus rostros o sus
cuerpos, en una habitación amparada como toda luz solo por dos sencillas velas...”, puede que reciban su visita, y eso significaría, una muerte cierta...
Muchos han sido los que la han desafiado desde entonces, y no pocos los sucumbidos. Aquellos cuya alma esté corrompida, y prueben a tentarla, que Dios los ampare...