La leyenda que a continuación les voy a contar, ha circulado de boca en boca por los habitantes de las colonias del Valle, Narvarte y aledañas por igual. La ubicación exacta de ésta, toma forma exactamente en el cruce del Eje Vial Número 5, mejor conocido como Eugenia, y el Eje Vial Número 2, también conocido como Gabriel Mancera.
Alrededor de las 2 a.m., se cuenta, una chiquilla se dirigía caminando hacia la farmacia para comprar las medicinas que su madre enferma requería, hecho por el que se vió forzada a salir a esas altas horas de la madrugada.
La niña, consciente de la hora, prudentemente respetaba los semáforos y señalamientos antes de cruzar las calles hasta llegar a su destino, y así lo hizo también en el cruce de Eugenia con Gabriel Mancera.
Al ponerse la luz roja para los vehículos que transitaban sobre Eje 5, la chica se dispuso a caminar, de esquina a esquina, para cruzar dicho Eje, pero, a diferencia de la gallina, nunca llegó al otro lado del camino, ya que un coche que iba a exceso de velocidad decidió ignorar la luz roja y cruzar, sin tomar precaución alguna sobre otros automóviles o transeúntes cruzando. Golpeó mortalmente a la niña, dejándola medio viva y medio muerta en el arroyo del tránsito. El automovilista responsable nunca se bajó del vehículo… es más, nunca se detuvo para saber si la niña vivía o moría y nunca fue para pedir asistencia médica a nadie ni por nada. Siguió su camino, sin más.
Eventualmente, la niña falleció en agonía y sola, nadie la ayudó. Desde entonces, y es aquí donde uno debe espantarse, alrededor de las 2 a.m., en el cruce de Eugenia con Gabriel Mancera, el espíritu de la niña se aparece a los automóviles que circulan a esa hora a exceso de velocidad. Ella cruza la calle como aquella fatídica noche cuando perdió la vida, provocando así que los autos se vuelquen por tratar de esquivarla cuando la ven, quedando literalmente “patas arriba”. Una vez que provocado el accidente, se va, dejando a los pasajeros sin asistencia de ningún tipo para morir solos, tal cual a ella le sucedió.
A fines del siglo XVI en la casa número 3, de la calle de la Puerta falsa de Santo Domingo, hoy 100 de Perú, vivía un sacerdote con una mujer como si fuera su legítima esposa. Cerca de allí en los bajos de la ex-universidad habitaba y tenía su taller, un herrador gran amigo y compadre del cura, quien estaba al tanto de aquella situación y con la confianza que se tenían, en repetidas ocasiones lo exhortó a que abandonara la senda torcida sin que éste le hiciera caso.
Cierta noche en que el herrador dormía, oyó llamar a la puerta del taller con grandes y descomunales golpes, que le hicieron levantarse inmediatamente. Salió a ver quién era, con temor de que fuesen ladrones, y se halló con que los que llamaban eran dos negros que conducían una mula llevando un recado de su compadre, suplicándole que herrase inmediatamente la bestia pues muy temprano tenía que ir al santuario de la Virgen de Guadalupe.
Reconoció la cabalgadura que solía usar el sacerdote y de mala gana por la hora que era, tomó sus herramientas y clavó cuatro enormes herraduras en las cuatro patas del animal. Concluido el trabajo, los negros se llevaron la mula, dándole crueles y repetidos azotes.
Al día siguiente muy temprano, se presentó el herrador en la casa de su compadre para preguntarle por qué iba tan temprano a la iglesia de la Virgen, se sorprendió al encontrar al clérigo aún en la cama al lado de su mujer.
-Lucidos estamos, compadre -le dijo-; despertarme tan de madrugada para herrar una mula, y todavía tiene vuestra merced tirantes las piernas debajo de las sábanas ¿qué sucede con el viaje?
-Ni he mandado herrar mi mula, ni pienso hacer viaje alguno -replicó el aludido.
Después de las explicaciones respectivas, imaginaron que algún travieso había querido correrle una broma al bueno del herrador, y para celebrar el incidente, el clérigo comenzó a despertar a la mujer con quien vivía. La llamó y la mujer no respondió, después la movió y su cuerpo estaba rígido, no se notaba en ella respiración, había muerto.
Los dos compadres se contemplaron mudos de espanto; pero su asombro fue inmenso cuando vieron horrorizados, que en las manos y los pies de la mujer, se hallaban las mismas herraduras con los mismos clavos que había puesto a la mula, el herrador.
Ya repuestos del asombro, ambos se convencieron de que todo aquello era efecto de la Justicia Divina y que los negros habían sido demonios salidos del infierno.
Inmediatamente avisaron al cura de la parroquia de Santa Catarina, y al volver con él a la casa, hallaron en ella a otro sacerdote y a un religioso carmelita que también habían sido llamados, y mirando con atención a la difunta vieron que tenía un freno en la boca y las señales de los golpes que le dieron los demonios cuando la llevaron a herrar con aspecto de mula.
Ante lo extraño y espeluznante del caso, y de común acuerdo con los tres respetables testigos, se resolvió hacer un hoyo en la misma casa para enterrar a la mujer y una vez ejecutada la inhumación guardar el más profundo secreto entre los presentes.
Cuentan que ese mismo día, temblando de miedo y jurando cambiar de vida, salió de la casa el clérigo protagonista de esta verídica historia, sin que nadie después volviera a tener noticias de su paradero.