Parece que el sustituto de mi historia osea de Harry Potter se llama Eclipse, y es una serie de gruesos libros escritos por Stephenie Meyer. Ya vamos por la tercera entrega. Es un éxito editorial de primera magnitud en todo el mundo, entre los adolescentes y jóvenes. Quizá más adelante esta columna ya no sea de Harry Potter, si no la columna de Crepúsculo o la columna de los Cullen, en fin, espero que no lleguemos a esos extremos...
Eclipse, o al menos esta tercera entrega, es de vampiros y amores trágicos entre una chica y un vampiro, para ser más exactos, quienes lo leen, han llegado a preguntarme si los vampiros tenían algún fundamento histórico, o sólo son producto de la ficción...
Contestando a esta pregunta la respuesta es sí, sin la menor duda.
Los vampiros han existido, y no me refiero a los Inspectores de Hacienda, lo que sostengo es que la literatura en torno a este tipo de monstruos tiene un fundamento real muy preciso, y en un
sentido bastante aproximado, se puede afirmar que sabemos bien cómo, por qué y cuándo existieron unos seres de tez pálida, de labios rojos y bocas sanguinolentas, de andares siniestros, ávidos de
sangre y otras extrañas sustancias, temerosos de la luz solar, agresivos y capaces de inspirar un profundo temor por ser presagio de muerte y desolación.
En realidad, la descripción que nos hace Bram Stoker de los vampiros, coincide en muchísimos aspectos con la sintomatología de la enfermedad llamada pellagra o mal rojo.
Esta enfermedad tuvo carácter de grave epidemia en todo el mundo occidental durante los siglos XVIII, XIX y primer tercio del XX. Murieron millones de personas.
Al principio se pensó que se trataba de una infección. Pero era muy raro que sólo afectase a la gente más pobre. A primeros de siglo ya comenzaron a plantearse las primeras hipótesis que
relacionaban esta dolencia con la dieta, concretamente con la dieta basada en el maiz traído de América a Europa a través de España en el siglo XVI (el famoso fisionomista italiano
Cesare Lombroso realizó muchos trabajos infructuosos en torno a este problema) . Después de todo, el maiz era el alimento típico, casi único
de las clases sociales más bajas en Europa y Norteamérica. Pero desde luego era muy raro que si el maiz era la causa, no afectase a nadie en Mexico, el país del maiz por excelencia.
El gobierno de Washington contrató en 1914 a una especie de detective médico para que resolviese el enigma. Se trataba del Dr. Goldeberger. Un verdadero sabueso de la medicina.
Goldeberger realizó estudios en un orfanato de Mississipi. Y luego entre unos voluntarios de una prisión del mismo Estado. Comprobó sin ningún genero de dudas que una dieta basada sólo en maiz
era la causante del terrible mal. Y además, también probó que no era una enfermedad infecciosa o transmisible entre familias. La solución era sencillamente ingerir una dieta más variada. Pero
quedaba encontrar la explicación de que en Mexico no hubiese pellagra. Y eso no estaba al alcance de Goldeberger.
Hubo que esperar más una década hasta que las investigaciones del profesor Conrad Elvenhem demostrasen que la causa de que el maiz ocasionase esta enfermedad radicaba en que este cereal, tal como
se preparaba fuera de Mexico, si se consumía como alimento casi exclusivo, provocaba en el organismo un deficit de un aminoácido esencial, el triptófano. Y ese defícit era el que ocasionaba la
pellagra. A partir de este hecho, se analizó la forma en la que se preparaban las tortitas de maiz en Mexico. Y se descubrió que allí, por razones religiosas, se ponían a remojo los granos antes
de prepara la harina. Y luego se molían los granos sobre piedra. Los indígenas Mexicanos creían que haciéndolo así, cumplían con un mandato de los dioses. Jamás se les hubiese ocurrido preparar
su alimento de otro modo. Lo cierto es que ese procedimiento, asegura la liberación de niacina, la vitamina necesaria para que la dieta basada en maiz no resulte fatal para la salud humana.
En su infinita soberbia, el hombre occidental se había limitado a tomar el cultivo del maiz de los pueblos mexicanos, y había despreciado el rito ancestral para prepararlo. El resultado fueron
esas decenas de millones de muertos durante los tres siglos anteriores.
Ahora bien ¿por qué decimos que la pellagra tiene realmente que ver con el vampirismo?. Pues porque hay una enorme similitud, como he indicado más arriba entre los síntomas de la pellagra y el
perfil que Stoker atribuye a los Vampiros (basandose en el folklore rumano).
La pellagra produce llagas sangrantes en la boca y también hincha los labios. Hace enfermar palidecer la piel cuando se expone a la luz solar. Produce depresión, insomnio y agresividad. Todo ello
hace que el comportamiento de algunos adultos afectados por la pellagra sea muy similar a los rasgos de comportamiento de los “vampiros”. Hay más detalles de paralelismo además de los que he
mencionado. Por ejemplo, la pellagra produce anorexia extrema. Sus enfermos no son capaces de tragar bocado. Lo mismo que le ocurre al Drácula de Stoker, que se niega siempre cortesmente a
sentarse a la mesa.
Para colmo, la pellagra suele ir acompañada del Síndrome de Pica que consiste en comer o masticar cosas raras, como arena, cal, tizas o…sangre. En muchos casos este síndrome
puede tener relación con alguna carencia objetiva en la nutrición. Podría ocurrir que los afectados de pellagra sintiesen intuitivamente que lamiendo la sangre de un hombre sano se aliviase su
enfermedad.
La Rumanía de finales del XVIII, que es cuando Stoker sitúa su Dracula era un país enormemente pobre, donde los campesinos se alimentaban prácticamente de forma exclusiva con maiz y con alcohol
(que facilitaba la enfermedad, por cierto). Familia tras familia iba cayendo en manos de la terrible dolencia. No por una causa infecciosa, sino porque la familia entera compartía la misma
inadecuada dieta. Al ver que la primera víctima parecía volver de la muerte para llevarse a sus deudos y parientes, la creencia popular fue que el mal era una especie de maldición transmitida por
contacto físico, tal vez por los mordiscos de estos pobres enfermos psicóticos a consecuencia de la insuficiencia de niacina.
De hecho, la idea era que el vampirismo era una especie de enfermedad infecciosa, al igual que la aparentemente contagiosa pellagra. La palabra Nosferatu significa sencillamente plaga, enfermedad
que se transmite (posiblemente de “nosos”, enfermedad y de “fero” transmisión).
Naturalmente, la pellagra no permite a los que la padecen volar ágilmente a la luz de la luna, ni produce aversión al crucifijo, ni exige una estaca de madera clavada en el corazón como único
expediente para acabar con la vida. Ni tampoco que odien los ajos, si bien este producto se aplicaba también a los enfermos de pellagra para combatir su aliento pestilente, amargo, en la creencia
de que “el fuego se extingue con fuego”.
Pero, por lo demás, podemos afirmar que sí, que los vampiros existieron, o al menos que la fantasía de Stoker se basó en hechos bastante reales.
Y también podemos decir algo más, ya en relación a la tragedia sanitaria global de la pellagra que afectó a la Humanidad durante trescientos años. Podemos decir que la simple soberbia y ceguera
del hombre occidental, al despreciar las costumbres culinarias de los nativos mexicanos, fue la causante de muchas más muertes terribles que todas las que han causado los numerosos vampiros y
variopintos monstruos de la literatura fantástica juntos.
Suele ocurrir.