De todos los misterios que le quedan al ser humano por descifrar, la mayoría no está ni en lugares remotos, ni en oscuras épocas de la Historia, ni siquiera en los confines de un Universo del que todavía desconocemos su verdadero funcionamiento y, por qué no decirlo, su sentido final. La mayoría está en nuestro cerebro. Esta es la auténtica última frontera que al homo sapiens le queda por conquistar. Todo lo demás es cuestión de tiempo.
Uno de los infinitos enigmas que llevamos confinado entre las paredes de nuestro cráneo es el denominado efecto placebo. Este fenómeno, aunque por conocido, no deja de ser sorprendente desde el punto de vista racionalista que domina el pensamiento humano de los últimos 500 años. Consiste en la reacción favorable de un enfermo a una sustancia que él cree curativa o analgésica, y que sin embargo es totalmente neutra. Es decir, que al creer el cerebro que lo que se le está administrando es un medicamento indicado, el paciente, debido a su propia sugestión, siente mejoría o alivio.
Aunque factores como la predisposición, las expectativas y las características psicológicas del individuo son claves en el éxito del efecto placebo, se trata de un prodigio que ya era conocido por el hombre antiguo, y que aún hoy es utilizado, pese a la llegada de modo científico y masivo de los medicamentos en el siglo XX.
Desde el agua o la sangre consagradas por el chamán de la tribu, pasando por los cuernos de rinoceronte, los colmillos de tigre o los excrementos de cocodrilo, y hasta las actuales cápsulas rellenas de suero salino, el hombre ha utilizado esta técnica para ‘curar‘ a los más crédulos o predispuestos. Y éstos, según los estudios que ya realizara H. K. Beecher en 1955, podrían suponer alrededor de un 35% de la población, e incluso llegar hasta el 70% de forma ocasional. Los pacientes más receptivos a este efecto generan, tras la administración del placebo, una sustancia llamada dopamina, que es un clase de endorfina que activa las regiones cerebrales responsables de las sensaciones de placer y bienestar.
Aunque hoy en día el efecto placebo es utilizado de modo científico por la medicina, todavía permanecen creencias, supersticiones y prácticas curativas que en el fondo no son más que técnicas que se aprovechan de las desconocidas y vastas extensiones de nuestro cerebro que todavía permanecen en la niebla virgen de lo inexplorado. Pegar un hilo húmedo en la frente de los niños para conseguir que desaparezca el hipo, trazar con la yema de los dedos cruces sobre las picaduras de los mosquitos… Remedios caseros se les llamaba antes; ahora, cada vez más, superstición. Porque el ser humano ya no cree en la “fantasía del chamanismo“, ahora cree en la “verdad de la química”.
Y esa será la verdad vigente hasta que encontremos otra mejor.
Por otro lado existe el llamado efecto nocebo. Este efecto también está identificado, y ocurre cuando a un paciente se le dice que tal o cual fármaco va a producirle tal o cual efecto secundario. Así, si a un paciente se le dice que determinada medicina puede producir ardor de estómago es más probable que le de ardor de estómago que si no se lo dices. Si creemos que una acción o sustancia nos va a dañar, lo pasaremos bastante peor que si no tenemos esta creencia. Los médicos y familiares de pacientes temerosos e ‘hipocondríacos’ saben que a estos no les conviene leer los prospectos de los medicamentos, pues, por sugestión, probablemente irán padeciendo algo de lo que lean.
Diez años atrás los investigadores descubrieron algo sorprendente: Las mujeres que se creían propensas a padecer del corazón al final acababan muriendo de alguna enfermedad cardiaca en una proporción cuatro veces superior al de otras mujeres, que con factores de riesgo similares, no tenían esos pensamientos tan fatalistas. En otras palabras: el mayor riesgo de muerte no era ni la edad, ni el colesterol, ni el peso… sino la creencia de sufrir la enfermedad. Si crees que estás enfermo acabarás estándolo.
¿Se han preguntado alguna vez por qué los médicos escriben tan mal? Quizá para evitar el efecto nocebo… Se le ha atribuido a la pésima caligrafía de los médicos perseguir como objetivo la encriptación de información entre profesionales cuando la comunicación es transportada por el paciente. Con está grafía, los médicos aparentemente podrían intercambiar mensajes y consultas sobre tópicos de alta sensibilidad para el paciente sin producirle alarma. El problema es que esa misma escritura deforme es la responsable de recurrentes errores de interpretación, lo que ha provocado que en EEUU una nueva ley obligue a los médicos a utilizar letra de imprenta en sus recetas. En adelante, la letra cursiva pasa a ser ilegal para realizar prescripciones médicas.