La batalla entre halloween y día de muertos está encarnizada. Es fantástica la fuerza interna de la cultura. Instituciones públicas y privadas de primera magnitud están empeñadas en uno u otro bando y tiran con fuerza la cobija hacia su parcela. La más fuerte de todas es la televisión privada en cuyos programas se promueve y exalta de todas las maneras posibles la celebración de las brujas y los disfraces con sombreros de alto pico y máscaras de gestos deformes y horrorosos; hacen reportajes en los colegios privados bilingües en los que se usa el argumento de la globalización para inducir en los niños el gusto por una manifestación cultural que les resulta naturalmente divertida por la utilización de disfraces; promueven concursos de ambientaciones o de ropajes y caretas; producen programas especiales de terror caricaturesco y visten a sus propios conductores con los atributos rituales del festejo de halloween. Hadas, brujas, fantasmas, gnomos, llenan las pantallas, lo mismo que los puestos de los mercados populares que responden automáticamente a la brutal propaganda de la televisión. Toda batalla cultural lo es también económica.
Por otra parte hay no pocas instituciones de estado volcadas en el apoyo a las celebraciones tradicionales del día de muertos; gobiernos estatales y municipales, empezando por el de la capital, favorecen la instalación de ofrendas y promueven la producción artesanal de los símbolos del festejo y sus demás manifestaciones; productos gastronómicos, grandes obras de cartonería, ingeniosísimas ofrendas, calaveras animadas y lecturas y representaciones del acervo que las generaciones van dejando. En espacios públicos y oficinas de gobierno proliferan las ofrendas colectivas, aquellas que no están hechas a los muertos de una familia sino a los difuntos en general.
Igual que el halloween el día de muertos tiene raíces ancestrales, aunque a México, como al resto del mundo hoy día, llega la tradición de origen celta renovada desde los Estados Unidos, con su enorme carga de consumismo, adornos, disfraces, juguetes, ambientaciones y casi nulo contenido; más que el asombro y su dominio ante la muerte parece ofrecer como fondo la banalización del miedo y la desacralización de los misterios.
El cuidadoso acomodo y la selección de los alimentos que se destinan a los espíritus en las ofrendas familiares vincula el afecto personal con una cosmovisión en que la muerte es un estado más del fenómeno misterioso de la vida; allá también se come y se requiere del mimo y del adorno que representan las galas, delicias y hermosuras con que se adorna cada ofrenda, empezando por su conductor indispensable que abre todas las puertas, la flor de cempasúchil; del cumplimiento de nuestra responsabilidad para hacerlo bien cuando nos toca depende el beneficio que obtengamos cuando estemos del otro lado y nuestros deudos se ocupen de halagarnos con sus ofrendas y mantener nuestra vigencia –como la de las almas en el Hades griego- tanto como dure en ellos nuestra memoria.
Hay otras riquezas en la celebración del día de muertos, literarias, teatrales, musicales, plásticas, religiosas, y todo ello hace un conjunto que se defiende ferozmente en México contra la imposición avasalladora del halloween que ya se ve que va llevando los mismos pasos consumistas que la Navidad. A ver cuándo nos enteramos de que es obligatorio hacer tales o cuales regalos en estas fechas. Nada más falta el comerciante astuto que vea el filón.
El 31 de octubre es la fecha conmemorativa más importante del año para quienes practican la brujería.
La celebración del Halloween se inició con los antiguos celtas, que eran los pobladores de la Europa Oriental, Occidental y parte de Asia Menor. Entre ellos habitaban los druidas, sacerdotes paganos adoradores de los árboles, especialmente del roble; creían en la inmortalidad del alma, la cual, según decían, podía introducirse en otro individuo al abandonar el cuerpo físico. El 31 de octubre el alma volvía al hogar en el que había habitado sobre la tierra a pedir comida a sus moradores, quienes estaban obligados a hacer provisión para ella porque si no, les hacían "maldades". Esto tenía un significado muy siniestro porque al volver, los espíritus de los muertos se hacían acompañar de brujas y gatos negros, los cuales se ahuyentaban por medio de fogatas diseminadas por el camino.
El año céltico concluía en esta fecha que coincide con el otoño, cuya característica principal es la caída de las hojas. Para los celtas significaba el fin, la muerte o la iniciación de una nueva vida. Esta doctrina se propagó a través de los años, junto con la adoración a su dios, el Señor de la Muerte, o Samagin, a quien en este mismo día consultaban para preguntarle sobre el futuro, la salud, la prosperidad, la muerte, la suerte, las decisiones románticas, etc.
En algunos países, como Estados Unidos se festeja este día representando a las almas saliendo a las calles y pidiendo comida en las casas. Adultos y niños se disfrazan de brujas, muertos, monstruos, personajes de moda, etc. Entre más horror provoque el disfraz, mayor es su aceptación. Ataviados de esta manera, los niños visitan a sus vecinos, que por lo general se han preparado con anticipación, algunas veces hasta les ofrecen eventos especiales de horror. Los adultos, por su parte, se van a festejar entre amigos a fiestas de disfraces, cenas o bailes. En algunas ocasiones, cuando los niños no recibieron lo que esperaban, se vuelven agresivos, arrojan objetos o gritan y maldicen
Oficialmente, según el calendario católico, el día 1º de noviembre está dedicado a Todos los Santos y el día 2 a los Fieles Difuntos. En la tradición popular mexicana, el día 1º se dedica a los niños fallecidos, culto menor, y el día 2 a los adultos muertos, culto mayor. Según la cultura prehispánica, el alma de los muertos regresaba un día al año para visitar a sus familiares vivos. Al parecer, la fecha de este regreso fue acondicionada durante la conquista española, para hacerla coincidir con la celebración católica de Todos los Santos.
En esta fecha, la gente acostumbra ir a los cementerios para visitar a "sus" muertos y dejarles un recuerdo, se aprovecha la ocasión para pasar el día con los desaparecidos y toda la familia acude a rezar ante las tumbas adornadas con flores donde predomina el cempazúchitl, o flor de muerte, típica de la temporada. Estas manifestaciones populares han llegado incluso a transformarse en atracción turística.
El homenaje a los muertos también se hace en casa, adornando una mesa en forma especial, también con flores, copal y comida que se ofrece como homenaje al muerto; en ellas se colocan objetos del gusto del difunto: su comida, música, cigarrillos y bebidas favoritas, incluso retratos de sus artistas o ídolos deportivos, todo esto presidido por la fotografía del desaparecido. Las veladoras y las fogatas, que en algunos lugares se acostumbran, se encienden con el objeto de guiar a las almas por el camino seguro. A lo largo de la República Mexicana se dan una serie de variantes que han conservado un fuerte arraigo popular.
A los niños se les compran juguetes como calaveras de papel "maché" o esqueletos de cartón articulados que bailan al jalar un hilo; máscaras de diablos, brujos y muñecas, calaveras y frutas de azúcar. En el comercio se encuentran diversos productos como el pan de muerto, luces, frutas, objetos de cerámica, flores, candeleros, velas de todas clases, etc. La tradición sobrevivió a la conquista y se ha mantenido casi intacta hasta nuestros días, aun cuando la Iglesia Católica la ignoró durante mucho tiempo por considerarla pagana.
Estas tradiciones, producto de dos tradiciones culturales, consisten en una serie de prácticas y rituales entre las que destacan la recepción y despedida de las ánimas, la colocación de las ofrendas o altares de muertos, el arreglo de las tumbas, la velación en los cementerios y la celebración de oficios religiosos.
Hoy en día, el culto a los muertos en nuestro país define a las diversas etnias, comunidades, urbes y estratos sociales. El "Día de Muertos", más que una fecha conmemorativa, es una ocasión en que el mexicano expresa su visión del destino final como algo que sucederá, pero sin temor y desdiciendo su trascendencia. Para los antiguos mexicanos la vida se prolongaba hasta la muerte: no era el fin natural de la vida, sino fase de un círculo infinito.